Por: El Mañana Reynosa.
Cuando Marguerite Yourcenar le da la palabra a Adriano para que le cuente a Marco Aurelio a quién había adoptado como nieto, las cosas que le pasaron, el emperador tiene 60 años. Ya le queda poco, se ha hecho cargo ya de su vida como de una derrota aceptada, padece una hidropesía del corazón.
Por delante no hay mucho, por detrás quedan un montón de historias, desgarros y alegrías, momentos de urgencia y de dicha, tiempo para las palabras, el estudio y el conocimiento, para los amores y los sueños y los proyectos, para el dolor y la soledad.
Yourcenar, en las notas que acompañan a la novela, recoge una observación que leyó en 1927 en una carta de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”.
Se quedó con esa frase, se propuso entenderla hasta sus últimas consecuencias. Es lo que fue haciendo a retazos con Adriano, empezó con toda su energía entre sus 20 y 25 años de edad, y destruyó cuanto había escrito entonces (pero que ya lo contenía todo).
Luego volvió a intentarlo hacia 1934, pero abandonó de nuevo entre 1939 y 1948. Siguió avanzando, siguió rompiendo papeles. Memorias de Adriano (Círculo de Lectores) se publicó por fin en 1951.
Al principio del libro, Adriano le explica a Marco que recorre de nuevo su vida “en busca de su plan” y le confiesa que no le parece esencial “haber sido emperador”.
Hay otra cosas que le importan más de cuantas le han sucedido, pero lo que resulta difícil imaginar ahora, en esta época atestada de religiones de baratillo y de santurrones que todo el rato se están plegando a los grandes designios de los partidos, los movimientos sociales, las iglesias y las redes sociales, es cómo pudo Yourcenar meterse en la piel de un hombre solo en un mundo sin dioses.
Adriano fue militar, vivió largas épocas en la frontera, peleando constantemente con los bárbaros. Se dio cuenta de que podía ser despiadado, fue un buen jefe, alcanzó la gloria. “Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes”, dice en algún momento cuando se refiere al avance de las legiones.
Explica también que sus verdaderas patrias fueron los libros, que se sintió griego antes que nada (aunque hubiera nacido en Itálica). A los 28 años se casó con la sobrina nieta de Trajano. Fue gobernador en Siria.
Trajano lo nombró su sucesor y se convirtió en emperador cuando tenía 40 años. “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”.
Escribe también Yourcenar en sus notas que “todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos”, que reconstruir cualquier vida es atender a unas cuantas “imágenes flotantes”, que al final no son más que “muros en ruinas, paredes de sombra”.
Adriano amó a Antinoo y lo perdió. También logró establecer un tiempo de paz, lo que pretendía era, por ejemplo, “que el viajero más humilde pudiera errar de un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura”.
“A cada uno su senda”, no hay otra fórmula en un mundo sin dioses. Y decía Adriano que vamos pasando, que acumulamos experiencias y que luego un día nos moriremos. Cuando llega el verano, observa, buscamos un lugar bajo las sombra de un plátano. Pues eso.